A lo largo de su vida, una persona puede producir más de mil millones de tipos de anticuerpos diferentes, cada uno capaz de reconocer de forma eficaz y específica un antígeno concreto. Sin embargo, únicamente disponemos de tres genes con las instrucciones para fabricarlos. ¿Cómo se genera entonces semejante diversidad y especificidad?
Muy sencillo: las células inmunitarias responsables de generar los anticuerpos cambian activamente la secuencia de su propio ADN. En otras palabras, para defendernos de las infecciones dependemos de células que se automodifican genéticamente.
El repertorio básico: un proceso de corte y empalme
Los anticuerpos (o inmunoglobulinas) son producidos por los linfocitos B, células inmunitarias que surgen en el hígado durante el periodo fetal. Tras el nacimiento migran a la médula ósea, donde se convierten en linfocitos B maduros.
Durante esta maduración tiene lugar un primer proceso de diversificación genética. Cada linfocito reorganiza, mediante “corte y empalme” de ADN, sus genes de inmunoglobulinas, que están subdivididos en múltiples segmentos. El resultado final es un tipo particular de anticuerpo situado en la superficie celular, a modo de antena receptora.
Mediante este proceso combinatorio de segmentos pueden generarse al menos unos 10 millones de anticuerpos distintos, cada uno producido por un linfocito B diferente. Con esta diversificación se asegura que cada persona cuente con un repertorio primario de anticuerpos capaces de reconocer, aunque con baja afinidad y especificidad, cualquier posible antígeno que pueda encontrar en el curso de su vida.
Pero este repertorio básico es todavía insuficiente para que el sistema inmune pueda responder de forma eficaz a una infección. Una defensa exitosa requiere la producción de un gran número de anticuerpos que se unan de la forma más fuerte y precisa posible a un antígeno particular. Para conseguirlo, los linfocitos B sufren un segundo proceso de diversificación genética, esta vez fuera de la médula ósea.
Afíname ese anticuerpo: ensayo y error
La mayoría de los linfocitos B maduros salen de la médula y comienzan una peregrinación por los ganglios linfáticos distribuidos por todo el cuerpo. Los ganglios acumulan antígenos procedentes de virus y bacterias que atacan al organismo. Y cuando los linfocitos llegan a ellos, pueden encontrar un antígeno que encaje con el anticuerpo particular que portan en su superficie.
Si coinciden, ¡eureka!, el linfocito B que ha reconocido el antígeno se activa. Empieza a dividirse rápidamente, y sus células descendientes sufren un proceso de mutación. Es lo que se denomina hipermutación somática y afecta específicamente a los genes de las inmunoglobulinas.
Este proceso mutacional es, por supuesto, aleatorio. Genera linfocitos B que producen versiones del anticuerpo original con una menor o una mayor afinidad por el antígeno. Aquellos linfocitos B que fabriquen anticuerpos con peor afinidad dejarán de recibir nutrientes y morirán. Sin embargo, los linfocitos B que consigan expresar versiones más específicas del anticuerpo sobrevivirán.
En cuanto a sus descendientes, son sometidos a otra ronda de mutación aleatoria, que de nuevo resultará en la selección de aquellos linfocitos cuyos anticuerpos se unan con una eficacia aún mayor al antígeno.
Este ensayo y error, que se repite una y otra vez, es un proceso de selección darwiniana a nivel celular. El resultado serán linfocitos B que producen versiones muy mejoradas del anticuerpo original, capaces de unirse con gran afinidad y especificidad al antígeno que activó el linfocito inicial.
Preparados para la invasión
El destino final de la mayoría de los linfocitos B así seleccionados será convertirse en células plasmáticas, verdaderas factorías de producción de inmunoglobulinas capaces de expulsar a la linfa y la sangre miles de moléculas del anticuerpo por segundo.
Otros pocos se convertirán en linfocitos B de memoria y aguardarán como soldados en la reserva, listos para activarse en el caso de que futuras infecciones introduzcan en el organismo el mismo tipo de antígeno.
Así pues, nuestro sistema inmune es el escenario de un verdadero proceso microevolutivo de respuesta adaptativa al invasor, que da como resultado defensas inmunitarias específicas, eficientes y duraderas.
Daños sin perjuicios
La clave molecular del proceso de mutación aleatoria a la que se ven sometidos los linfocitos B reside en una enzima denominada citidina desaminasa inducida por activación (AID, por su siglas en inglés). Esta enzima sólo es funcional en los linfocitos B activados. Actúa específicamente en los genes de inmunoglobulinas induciendo un cambio químico muy concreto: la desaminación de algunas citosinas del ADN, que se convierten en uracilo. Luego, durante el proceso de duplicación del ADN, el uracilo aparea con adenina en lugar de guanina, y es así como surgen algunas mutaciones.
La otra manera de producir errores intencionados requiere la intervención de una segunda enzima, la uracil glicosilasa. Ésta elimina el uracilo del ADN dejando un hueco (sitio abásico), lo que acaba traduciéndose en más errores durante el proceso de copiado.
En definitiva, los linfocitos B activados por un antígeno son capaces de autoinfligirse alteraciones en el ADN para que la maquinaria de replicación celular se equivoque y surjan múltiples mutaciones. Naturalmente, los linfocitos B han de mantener un delicado equilibrio entre alterar sus genes de inmunoglobulinas para diversificar anticuerpos y evitar daños que pongan en peligro su propia supervivencia.
Puede que modificar aleatoriamente el ADN y esperar que algún cambio mejore por azar la eficacia de los anticuerpos que producimos sea, en cierto sentido, una estrategia arriesgada. Pero es un mecanismo eficiente que nos ha protegido, nos protege y nos seguirá protegiendo de incontables infecciones.