Las familias de estos nuevos jueces, obispos, consejeros, patriciado urbano, militares… descendientes de convertidos al cristianismo entre 1391 y 1492, según los casos, se habían ido paulatinamente asimilando al modo de vida dominante. Lentamente, el estigma hebraico se fue ocultando mediante una serie de estrategias culturales, haciéndose pasar por nobles de sangre. Viviendo como hidalgos o aristócratas, con espléndidas mansiones, multitud de criados, ropas lujosas, comprando capillas funerarias… Pero el manto de silencio que se extendió sobre el tema no fue suficiente.
Conocimientos genealógicos, fuente de ingresos
En la España del Siglo de Oro, sobre todo entre los años 1580 y 1650, grosso modo, proliferó una repulsiva serie de personajes que utilizaron en su provecho sus profundos conocimientos genealógicos, usándolos para obtener importantes beneficios económicos. Se trata de los “linajudos”, chantajistas profesionales que se aprovecharon de la desgracia ajena para ganar importantes cantidades de dinero a costa de sus víctimas.
En cada ciudad o gran villa de la época se fueron conformando cuadrillas de genealogistas sin escrúpulos que se dedicaron a chantajear a los pretendientes a cualquier cargo, dignidad u honor relevante. Una vez que se enteraban de que algún conocido había obtenido una merced de un hábito de una orden militar, una canongía de una catedral o cosa semejante que exigiese demostrar nobleza o limpieza de sangre, se ponían en marcha.
Extorsión impune
Algunos de ellos, a veces utilizando un intermediario, contactaban con el interesado, o con su padre o familiares si era menor de edad, y les exigían dinero a cambio de no revelar la verdad. Pidiéndoles fuertes sumas de dinero para no declarar, cuando fuesen llamados como testigos en la probanza pertinente, las miserias del linaje. Dicho de otro modo, si se les sobornaba, dirían maravillas de la ascendencia del candidato. Si no era así, contarían la verdad, indicando que en vez de ser un noble de antiguo abolengo y cristiano viejo por todos los costados, en realidad se trataba de un judeoconverso, incluso descendiente de condenados por la Inquisición por delitos de herejía.
En ocasiones, incluso, llegaban a enviar memoriales anónimos a la Corte, a los organismos correspondientes, relatando por escrito estas máculas en la ascendencia del pretendiente al cargo u honor. Así se aseguraban que sus servicios fuesen imprescindibles, para contrarrestar estos indicios, y además generaban en el solicitante y su entorno angustia y miedo, lo que sin duda inducía a que se les pagase lo solicitado.
Hidalgos pobres envidiosos
Muchas veces, por si faltaba algo, al ansia por ganar dinero a costa de los demás se añadían pasiones tan viles como la envidia. Muchos linajes hidalgos, tan modestos económicamente como antiguo era su abolengo, vieron con recelo la aparición en su entorno de criados de la aristocracia que, siendo de notorio origen judío, fueron creciendo en poder, riqueza e influencia precisamente al calor del servicio de la alta nobleza. Los servidores de los Grandes de España obtuvieron a cambio de sus inestimables servicios la protección de sus amos, y con el tiempo esto derivó en la obtención de mercedes de todo tipo, incluidos hábitos de Órdenes Militares. Y con ello, se desató el odio.
Así sucedió en Villafranca del Bierzo (León), capital del estado de los marqueses del mismo título, quienes habían ido protegiendo a una serie de familias de origen hebreo, convertidas en sus pies y sus manos al actuar durante más de un siglo como sus eficientes médicos, escribanos, contadores, mayordomos, gobernadores… A mediados del siglo XVII, don Pedro de Valcárcel Teijeiro, descendiente de una de tales estirpes, los Sosa, obtuvo gracias a la mediación marquesal un hábito de la orden de Alcántara. En seguida se desataron las furias del averno.
Los linajudos locales comenzaron a convocar “juntas en oposición del pretendiente”, y al tradicional deseo de obtener ingresos por el chantaje se unió en este caso el odio de clase. Los viejos hidalgos locales, tan pobres como orgullosos de sus deslucidos blasones, desean “que dicho pretendiente no consiga su pretensión del hábito porque sienten que nadie se les anteponga, y en particular don Antonio de Solís, que es el muñidor de dicha junta, y persona que no se ha ofrecido a vecino suyo cosa de aumento en que no se le oponga”.
Los registros de la Inquisición
Pero ¿cómo era posible que estos linajudos tuviesen tantas noticias de hechos acaecidos uno o dos siglos atrás? Sin duda alguna, parte del grupo se componía de destacados genealogistas, que habían ido trazando las ascendencias de sus convecinos. Mas no era nada sencillo enlazar las generaciones del presente con los sambenitos que pudiesen colgar en las paredes de las iglesias locales y que indicaban los reconciliados y relajados de hacía cien años o más. No digamos ya si se trataba de conversos aún más antiguos.
Una de las principales herramientas de las que se valieron estos miserables fue la información obtenida de la propia Inquisición. En el archivo de cada tribunal de distrito constaban no sólo los procesos de fe sino las genealogías de los procesados, datos que hasta mediados del siglo XVI se iban actualizando, añadiendo anotaciones marginales a los documentos. De forma que se podían rastrear muchas ascendencias judeoconversas de manera secular. Esta información, por supuesto, era secreta, pero los notarios del Santo Oficio solían ser personajes corruptos, dispuestos a filtrar parte de estos datos a cambio de dinero. Si es que ellos mismos, como muchas veces fue el caso, no formaban parte de tales asociaciones de linajudos.
Así lo denuncia en 1655 un inquisidor granadino, quien acusa directamente a dos notarios del Santo Oficio:
“Quitan muchas cantidades de dinero a los pretendientes… y que publican las notas que por los libros del Santo Oficio tienen algunos linajes, con que quedan notados aunque salgan con las pretensiones… Mi presunción es contra todos los notarios del Secreto, porque todos reciben de los pretendientes lo que les dan”.
Persecución penal
La Corona, por su parte, intentó reprimir y acabar con este fenómeno, debido a los múltiples y evidentes problemas de orden público que generaban. Recordemos que los chantajeados solían ser familias poderosas y ricas, instaladas ya en la nobleza y con importantes conexiones. Por tanto, capaces de presionar para que se acabase con este tipo de abusos. Muchos linajudos, de esta forma, acabaron en la cárcel, o desterrados, y sus peligrosos documentos fueron confiscados y quemados. Hasta poner fin al fenómeno.
Un panorama fascinante, en fin, que nos muestra la complejidad extrema de la sociedad española del Siglo de Oro, en la que la genealogía jugó un papel trascendental, y sin cuyo conocimiento no seremos capaces de desvelar sus más profundos misterios.
*Artículo inspirado en el trabajo Los linajudos. Honor y conflicto social en la Granada del Siglo de Oro.