Aunque él se consideraba un autor discontinuo, a rachas, lo cierto es que la escritura fue su oficio primordial y persistente, y también su defensa frente a las inclemencias de los tiempos de guerras perdidas que le tocó soportar: la palabra poética “como dique contra los desahucios de la razón”.
Su nombre se incorporó a la brillante generación del medio siglo formada por autores de muy marcada personalidad estilística, temática e imaginativa (Barral, Angel González, Valente, Brines, Gamoneda), pero que compartían lazos de amistad, una concepción de la poesía como forma de conocimiento y un gesto de disidencia más o menos declarada contra la dictadura.
Rechazo a la mediocridad
Disidencia que, en Caballero Bonald, se tradujo ante todo por un especial rechazo a la mediocridad imperante, a la zafiedad, al gregarismo:
“Cualquier tendencia a inmunizarse frente a ese clima insidioso era ya una actitud avecindada a la militancia antifranquista. Siempre he sospechado que la lucha más o menos originariamente burguesa contra la dictadura también estuvo movilizada por una sistemática repulsa a todas esas ramplonerías ambientales”.
José Manuel Caballero Bonald, La costumbre de vivir).
Distancia entre vida y lenguaje
Hemos hablado de vida, memoria y escritura, pero es preciso matizar los vínculos y relaciones entre esos tres elementos para calibrar la singularidad de su estética.
Si es cierto que su inspiración y su temática se alimentan y se apoyan en historias y aventuras personales o colectivas, y en los ambientes y paisajes que moldearon su sensibilidad (como el coto de Doñana, la Argónida de su novela Ágata ojo de gato) , también lo es que siempre advirtió la distancia mediadora y radical entre vida y lenguaje.
Vivir para contarlo, como reza el título de la primera recopilación de su poesía (1969), sí, pero a sabiendas de que la literatura supone la recreación artística “de una decantación de la experiencia”.
Reiteradamente, incluso en sus libros de memorias, el escritor andaluz renegó de la autobiografía entendida quizá en el sentido más rígido –e imposible– de un relato de afirmación del yo, orientado por un designio teleológico y deudor de claúsulas veritativas.
Un programa absolutamente contrario a su visión de la identidad como algo inestable, incierto, azaroso.
Su propuesta memorialística
De la propuesta memorialística de Caballero Bonald (Tiempo de guerras perdidas, 1995, y La costumbre de vivir, 2001), inseparable de su obra poética, surge la imagen de un sujeto de naturaleza esquiva y contradictoria, solitario, reflexivo y austero, que describe una sensación de extrañeza ante los yoes que habitan su memoria, una extrañeza que se manifiesta a veces en una conciencia de suplantación:
“En los recuerdos siempre hay un sustituto del que uno fue que trata de engañarlo”.
Se halla aquí una de las líneas fuertes de interpretación de su escritura, atravesada por el descreimiento o la sospecha acerca de la identidad, siempre “presunta”, que se va haciendo y deshaciendo en el lenguaje y cuya memoria no le otorga consistencia, sino, al contrario, fragmentariedad, incertidumbre, penumbra:
“Cuando busco al que fui, qué hacinamiento
de vacilaciones, atisbos,
pistas falsas, presagios, averías
de la memoria, ardides
neutralizados por la incertidumbre”.
Biobibliografía, Diario de argónida.
Desmemoria e imaginación
La memoria se va conformando como una desmemoria (que no es olvido ni mala memoria). Un ámbito imaginario en el que solo se encuentran residuos confusos, naufragios antiguos, remotos extravíos, vagas informaciones, papeles quemados; más que recuerdos, sedimentos de recuerdos.
Esa búsqueda introspectiva se expresa en la energía de una dicción poética atenta a la sonoridad barroca y sensual de las palabras, al ritmo quebrado de la sintaxis encabalgada, a una adjetivación precisa y fulgurante, a la brevedad sentenciosa de un verso.
Poesía que ilumina
La poesía, decía Caballero Bonald, es, antes que ninguna otra cosa, “un hecho lingüístico que genera incluso por azar sus propios códigos iluminadores”.
La densidad y la oscuridad de sus primeros libros (Las adivinaciones, 1952; Las horas muertas, 1959) ha ido evolucionando hacia una mayor naturalidad expresiva, a una depuración retórica visible en títulos como Manual de infractores (2005), La noche no tiene paredes (2009) o Desaprendizajes (2015).
Indagar en el lenguaje de la desmemoria, de esas zonas de penumbra interiores, equivale a avanzar en lo desconocido, a nombrar los vacíos que deja el placer sentido, soñado o perdido, a recordar lo no vivido, a resistir de alguna manera – escéptica, irónica, pero también insumisa– el desaliento ante una realidad áspera, ante la derrota del tiempo.
“Lector que estás leyéndome en algún interino
declive de la noche, ¿qué sabes tú de mí?
¿En qué despeñadero de qué historia
podemos encontrarnos?”.
Número imaginario, Manual de infractores.